Antes el mundo vivía en tinieblas alumbrado apenas por la pálida luz de la luna. Un día el sol prendió su llamarada sobre el lomo de un gran puma de piedra que existía en una isla.
Los hombres pudieron por fin contemplar el inmenso lago que se extendía por toda la meseta y lo llamaron desde entonces el lago del Titicaca, es decir, el lago del Puma de Piedra. La isla se llamó la isla del Sol, por haber prendido allí el astro su primera luz.
La leyenda dice que en esta isla vivieron hace muchísimos años unos hombres blancos y barbados. Kan, el cruel y bárbaro jefe de los lupacas, quien entró en ella, surcando el lago, los hizo matar obsesionado por el raro color de su piel y creyendo que eran brujos de maléficos poderes.
Según Juan de Santa Cruz Pachakuti Yupanki, hubo un dios llamado Thunupa o Tonopa, quien después de recorrer Carabaya se sentó fatigado en una peña llamada Titicaca.
En el tiempo de los Incas existió un fabuloso templo revestido con láminas de oro y un convento de jóvenes sacerdotes, en oposición a la isla de la Luna, donde había un monasterio de vírgenes. Una vez al año, narra Cieza de León, había una representación teatral en el lago y la Luna y el Sol se encontraban como si estuvieran vivos. Ambos salían en riquísimas canoas y brindábanse el uno al otro, acariciando aquella que encarnaba a la luna al que fulguraba cómo sol, pidiéndole que se mostrase cada día.