Níobe era hija de Tántalo y de Dione, además de esposa de Anfión, rey de Tebas con el que tuvo siete hijos y siete hijas. Tenía un carácter orgulloso y poco razonable, aunque adoraba a su marido, que con la ayuda de su maestría tocando la flauta consiguió que las piedras de la muralla de la ciudad encajasen solas. Pero Níobe se sentía tan orgullosa de sí misma y sobre todo de su fertilidad que llegó a considerar que era ridículo que a la diosa Leto se la adorase en la ciudad, ya que ella era hija de Tántalo, que había conseguido nada menos que el honor de compartir mesa con los dioses.
Su propia madre era la hermana de las Pléyades e incluso era hija de Atlas, siendo su propio padre hijo del gran dios Zeus. Consideraba que su belleza era insuperable y además tenía 14 hijos, mientras Leto sólo había tenido dos: Apolo y Artemisa. Por último, aun perdiendo una parte de su riqueza, siempre sería más rica que su rival. Todas esas consideraciones la decidieron a prohibir que sus posesiones fuesen objeto de sacrificio en honor de la diosa.
Castigo a Niobe
Tanto orgullo provocó que su caída fuese estrepitosa. Leto se sintió profundamente insultada al no recibir el culto debido e invocó a su hijo Apolo, pues lo que más le dolía era la referencia a su fertilidad, y le pidió que acabase con los hijos de Níobe. Así, acudió a Tebas y Apolo mató a todos los varones. Su propio padre Anfión no pudo soportar tanto castigo y se quitó la vida.
Níobe lloró a sus hijos pero fue tan altiva como para recordarle a Leto que aún tenía más hijos que ella. Artemisa hizo con las hijas de Níobe lo mismo que había hecho su hermano con los hijos. Cuando su hija más pequeña, Cloris, se aferró a las faldas de su madre para que no la matasen, e incluso cuando Níobe rogó por su vida, fue en vano. Mientras imploraba, su hija fue herida mortalmente, si bien existe otra versión de la historia en que la joven sobrevive. Níobe se convirtió en piedra debido a la pena. «Pero aún solloza; una ráfaga de viento se la lleva y la trae de regreso a su hogar. Se encarama y queda enraizada en lo alto de la montaña. Su piedra marmórea aún sigue llorando» (palabras que Ovidio escribió en sus Metamorfosis).