En Babilonia, nació uno de los más antiguos y más bellos mitos entre los varios que simbolizan la alternancia de las estaciones y se inspiran en el misterio de la vida cuando ésta despierta en la primavera tras el largo sopor invernal. Es el mito de Tamuz, que en sustancia, es el siguiente:
Entre las divinidades menores de Babilonia, había un dios joven, hermoso y bondadoso, el cual vagaba por las verdes campiñas, por los campos cultivados y los bosques salvajes, complaciéndose en la contemplación de la Naturaleza lozana y tocando dulcemente la flauta. Se llamaba Tamuz y siempre tenía la sonrisa en los labios; su misión era la de proteger a los pastores y a sus rebaños, procurar prósperas cosechas y asegurar la salud y el vigor a todo cuanto vive: hombres, animales y plantas.
Gracias a este jocundo numen, la Naturaleza estaba siempre risueña, las plantas florecían y los recién nacidos lloriqueaban en los hogares.
No es, pues, de extrañar que un buen día, Ishtar, la diosa del amor, comenzó a suspirar por el hermoso joven y trató de seguirlo por todas partes; y tanto hizo, que finalmente, logró casarse con él. No había errado en la elección, ya que también ella protegía la lozanía de la vida; a ella, se dirigían las madres y los padres para que sus hijos fueran hermosos y robustos, y los pastores, a fin que los rebaños prosperaran y se multiplicasen. Ishtar se casó, con Tamuz, y jamás una esposa divina fue más afectuosa y fiel que ella.
Duelo imprevisto entre los dioses y los hombres.
Un día, Tamuz paseaba por un bosque vecino a la ciudad sagrada de Eridu, cuando un feroz jabalí salió inesperadamente de un matorral y se lanzó sobre él.
Tamuz era un dios, no hay duda, pero no de los de primer orden; hermoso y querido por todos, pero no muy poderoso, algo semejante a la criatura humana. Por consiguiente, podía ser alcanzado por la muerte. Gravemente herido por las garras de la fiera, el divino joven vio, cómo se oscurecía la dulce luz del Sol; se sintió atraído hacia el oscuro reino de las sombras, a las entrañas de la tierra; un frío súbito le penetró los huesos y le apretó el corazón. En una palabra: murió cual si hubiese sido un simple mortal.
Una profunda tristeza difundióse en seguida por doquier y un velo gris pareció amortiguar la luz del día y envolver las cosas. Las plantas se lamentaban, que ya no daban frutos, como las mieses, que ya no sacaban espigas. Los ríos estaban tristes, al sentir que menguaban sus caudales, y tristes estaban los lagos y las lagunas, que ya no sentían nacer más peces en sus entrañas. Y se quejaban los cañaverales y las malezas, y los jardines, donde las abejas ya no iban a libar en las flores; y las viñas, que ya no daban vino; los arriates, en que la flor de la mostaza se marchitaba; y en fin, los palacios de los príncipes y los reyes, donde ya no se oían las canciones y los alegres clamores de los banquetes, y la vida languidecía, estaban de luto. Así lo cuenta, más o menos, un antiguo himno babilónico al evocar el triste caso.
Pero más profunda que todas fue la aflicción de Ishtar. La bella diosa comprendió que su inmortalidad le sería inútil e insoportable sin su esposo, y decidió irlo a buscar al mundo subterráneo donde había desaparecido, al Aralu, la oscura morada de los muertos.
Ishtar, en los infiernos.
Descendió al Aralu, pero se encontró con que la puerta estaba cerrada; y el guardián se negó a abrirla estimando que no era conveniente que la diosa de la vida entrara en la mansión de los difuntos. Ishtar rogó e insistió inútilmente, hasta que, presa de desesperación, golpeó furiosamente la puerta gritando:
—¡Abre, guardián; de lo contrario, hundiré estos batientes, libertaré a los muertos que custodias y los conduciré conmigo sobre la tierra para que devoren a los vivos!
El guardián, asustado, corrió junto a la Reina de los infiernos en demanda de instrucciones, y la Reina, que conocía el poder de Ishtar, y sobre todo, la fuerza de su amor, permitió que la diosa entrara a condición de que se despojara de uno de sus ornamentos cada vez que pasara por una de las siete puertas del infierno.
En aquel momento, poco le importaban a Ishtar sus ornamentos, y aceptó sin vacilar. En la primera puerta, se quitó la corona, en la segunda, los ricos pendientes, en la tercera, el collar, en la cuarta, los brazaletes, y así sucesivamente: cuando llegó a la presencia de la Reina de los infiernos, no llevaba más que la camisa. Pero no había pensado en que, como reina de la belleza y del amor, los ornamentos formaban parte de su personalidad y de su poder, y al verse de tal manera desnuda, quedó tan humillada, que la Reina del infierno se sintió más fuerte que ella, y sin la menor generosidad, comenzó a burlarse, y ordenó que fuese encarcelada sin dilación.
¿Cómo podría proseguir la existencia sobre la tierra, cuando las dos divinidades de la vida estaban, muerta una de ellas y la otra encarcelada? Dejaron de nacer hombres y animales, las plantas se marchitaban, la Naturaleza entera iba camino de extinguirse. Los dioses se preocuparon del caso, y sin pérdida de tiempo, acudieron a Ea, el cual, con uno de sus enérgicos encantamientos, obligó a la Reina infernal a libertar a Ishtar.
Vuelve la felicidad junto a Tamuz
Esta vez, la bella diosa se sintió la más fuerte e impuso sus condiciones: estaba allí, para llevarse consigo a Tamuz y no se iría sin él; si querían que reanudara su benéfica actividad sobre la tierra, debían restituirle a su esposo. La Reina de los muertos se vio obligada a plegarse una vez más, a rociar a Tamuz con el agua de la vida y a dejarlo partir con Ishtar. Mágicamente, las siete puertas se abrieron una tras otra ante los dioses, y en cada una de ellas, recogió Ishtar sus joyas y vestidos, hasta que con su marido emergió a la luz del Sol y entonó a plena voz su himno jubiloso y triunfal:
—¡Me regocijo en mi esplendor, y llena de felicidad, avanzo, excelsa y divina! Soy Ishtar, la diosa de la tarde, soy Ishtar, la diosa de la mañana: soy la que siempre triunfa en el cielo y en la tierra.
En realidad, todo le fue a pedir de boca: había vencido a la Reina que pretendió humillarla, había recuperado a su amado Tamuz, y también sus alhajas, y ahora, podía cantar su himno de victoria.
Con todo, no se desciende impunemente al reino de los muertos: Ishtar se dio cuenta de ello más tarde, cuando vio que todos los años Tamuz, cual si hubiese quedado en él una maléfica atracción hacia las tinieblas donde había caído, en un momento determinado, tenía que descender otra vez a las mansiones infernales, y ella se veía obligada a seguirlo cada vez a la oscura morada y libertarlo si quería continuar promoviendo sobre la tierra, junto con él, el amor y la continuidad de la vida.
No es difícil reconocer en esta fábula el mito de la primavera: Tamuz es la lozanía estival que todos los años se amodorra en el sueño invernal y todos los años despierta con la nueva estación. Casi todos los pueblos han imaginado un mito de este género, no tanto para explicarse la alternancia de las estaciones, como para glorificarla en una interpretación mágica y poética, a través de la cual, sienten y tratan de expresar el misterio y el milagro de la Naturaleza.